Hace algunos años mi profesora de Filosofía nos dio a escoger entre tres libros como lectura obligatoria: La vida sale al encuentro, Un mundo feliz y El Principito. Bastó una mirada superficial a los volúmenes para que casi toda la clase se lanzara a por el más corto: la obra de Antoine de Saint-Exupéry. Pobres ilusos. Aquellos que habían apostado por la lectura más infantil y rápida, se encontraron mirando el libro desde todos los ángulos posibles para intentar captar el sentido. Y no era tarea fácil.
He leído y escuchado múltiples interpretaciones de este libro. Hay quien dice que el autor reflejó en el aviador su alter ego. También he oído comentar que el Principito no es más que el niño interior de Saint-Exupéry, que al final de la historia lo abandona puesto que tiene que dar paso a la madurez. Y por supuesto, entre mis compañeros de clase no faltaron comentarios sobre la posible verdadera vocación del francés: el cultivo de marihuana.
Personalmente, cada vez que lo he leído, he decidido abrir al máximo la mente. Llamadme ilusa, pero prefiero creer que cada palabra encierra una hermosa metáfora. Prefiero ver en los personajes de la historia una crítica mordaz a la sociedad. Sin ir muy lejos, el principio del libro simboliza para mí el desengaño y la frustración que siente el protagonista al encontrarse con un mundo muy poco afín a su interior. El viaje por cada uno de los planetas, son los prototipos sociales satirizados.
Tal vez la cruda realidad sea que el autor, en sus viajes, necesitaba llenar los espacios sin entretenimiento de su agenda y escribió todo lo que se le pasaba por la cabeza. Tal vez solo buscara el interés de los niños. Pero, fuera o no su intención, en el libro que os presento yo encontré un análisis descarado de los pesares que encierra el mundo que hemos creado, así como de las alegrías que lo iluminan.
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