sábado, 7 de diciembre de 2013

El día que llegamos a Marte

Hace ya más de dos años, un frío viernes de invierno, me hallaba en mi clase de Literatura, esperando, ansioso, a que llegaran las dos de la tarde, aquella hora mágica que anunciaba que el fin de semana iba a comenzar, cuando, mi profesor, una gran persona y mejor amigo que me ha ido acompañando a lo largo de los años, me propuso, sin darme yo cuenta, emprender un viaje. Recuerdo estar sentado en la esquina superior derecha de la clase, adormilado, cansado y sí, algo aburrido, cuando él sacó unas fotocopias de su vieja cartera de cuero marrón que siempre llevaba consigo. Nos dio una a cada alumno y nos invitó a leer el título, "La tercera expedición". Aquella fotocopia contenía un capítulo de una de las obras más bellas que jamás he leído, "Crónicas Marcianas" de Ray Bradbury. Una vez devoré aquel capítulo, me fue imposible aguantar mucho más de una semana sin adquirir una copia en papel de aquel mágico libro que un día sedujo a Borges.
Hoy, también día de invierno, quiero invitaros a hacer un viaje, un viaje mágico hacia las tierras marcianas, pero no sólo hacia ellas, sino también, hacia el corazón del ser humano, hacia el amor, los deseos y la muerte. Aquí os dejo "La tercera expedición" y espero honestamente que las disfrutéis tanto como yo y que me sigáis en este increíble viaje hacia Marte. 

ABRIL DE 2000 
La tercera expedición 
La nave vino del espacio. Vino de las estrellas, y las velocidades negras, y los 
movimientos brillantes, y los silenciosos abismos del espacio. Era una nave nueva, 
con fuego en las entrañas y hombres en las celdas de metal, y se movía en un 
silencio limpio, vehemente y cálido. Llevaba diecisiete hombres, incluyendo un 
capitán. En la pista de Ohio la muchedumbre había gritado agitando las manos a 
la luz del sol, y el cohete había florecido en ardientes capullos de color y había 
escapado alejándose en el espacio ¡en el tercer viaje a Marte! 
Ahora estaba desacelerando con una eficiencia metálica en las atmósferas 
superiores de Marte. Era todavía hermoso y fuerte. Había avanzado como un  33 
pálido leviatán marino por las aguas de medianoche del espacio; había dejado 
atrás la luna antigua y se había precipitado al interior de una nada que seguía a 
otra nada. Los hombres de la tripulación se habían golpeado, enfermado y curado, 
alternadamente. Uno había muerto, pero los dieciséis sobrevivientes, con los ojos 
claros y las caras apretadas contra las ventanas de gruesos vidrios, observaban 
ahora cómo Marte oscilaba subiendo debajo de ellos. 
-¡Marte! -exclamó el navegante Lustig. 
-¡El viejo y simpático Marte! -dijo Samuel Hinkston, arqueólogo. 
-Bien -dijo el capitán John Black. 
El cohete se posó en un prado verde. Afuera, en el prado, había un ciervo de 
hierro. Más allá, se alzaba una alta casa victoriana, silenciosa a la luz del sol, toda 
cubierta de volutas y molduras rococó, con ventanas de vidrios coloreados: azules 
y rosas y verdes y amarillos. En el porche crecían unos geranios, y una vieja 
hamaca colgaba del techo y se balanceaba, hacia atrás, hacia delante, hacia 
atrás, hacia delante, mecida por la brisa. La casa estaba coronada por una cúpula, 
con ventanas de vidrios rectangulares y un techo de caperuza. Por la ventana se 
podía ver una pieza de música titulada Hermoso Ohio, en un atril. 
Alrededor del cohete y en las cuatro direcciones se extendía el pueblo, verde y 
tranquilo bajo el cielo primaveral de Marte. Había casas blancas y de ladrillos 
rojos, y álamos altos que se movían en el viento, y arces y castaños, todos altos. 
En el campanario de la iglesia dormían unas campanas doradas. 
Los hombres del cohete miraron fuera y vieron todo esto. Luego se miraron unos a 
otros y miraron otra vez fuera, pálidos, tomándose de los codos, como si no 
pudieran respirar. 
-Demonios -dijo Lustig en voz baja, frotándose torpemente los ojos-. Demonios. 
-No puede ser -dijo Samuel Hinkston. 
Se oyó la voz del químico. 
-Atmósfera enrarecida, señor, pero segura. Hay suficiente oxígeno. 
-Entonces saldremos -dijo Lustig. 
-Esperen -replicó el capitán John Black-. ¿Qué es esto en realidad? 
-Es un pueblo, con aire enrarecido, pero respirable, señor. 
-Y es un pueblo idéntico a los pueblos de la Tierra -dijo Hinkston el arqueólogo-. 
-Increíble. No puede ser, pero es.  
El capitán John Black lo miró inexpresivamente. 
-¿Cree usted posible que las civilizaciones de dos planetas marchen y evolucionen 
de la misma manera, Hinkston? 
-Nunca lo hubiera pensado, capitán. 
El capitán se acercó a la ventana. 
-Miren. Geranios. Una planta de cultivo. Esa variedad específica se conoce en la 
Tierra sólo desde hace cincuenta años. Piensen cómo evolucionan las plantas, 
durante miles de años. Y luego díganme si es lógico que los marcianos tengan: 
primero, ventanas con vidrios emplomados; segundo, cúpulas; tercero, columpios 
en los porches; cuarto, un instrumento que parece un piano y que probablemente 
es un piano; y quinto, si miran ustedes detenidamente por la lente telescópica, ¿es 
lógico que un compositor marciano haya compuesto una pieza de música titulada, 
aunque parezca mentira, Hermoso Ohio? ¡Esto querría decir que hay un río Ohio 
en Marte! 
-¡El capitán Williams, por supuesto! -exclamó Hinkston. 
-¿Qué? 
-El capitán Williams y su tripulación de tres hombres. O Nathaniel York y su 
compañero. ¡Eso lo explicaría todo! 
-Eso no explicaría nada. Según parece, el cohete de York estalló el día que llegó a 
Marte, y York y su compañero murieron. En cuanto a Williams y sus tres hombres, 
el cohete fue destruido al día siguiente de haber llegado. Al menos las pulsaciones 
de los transmisores cesaron entonces. Si hubieran sobrevivido, se habrían 
comunicado con nosotros. De todos modos, desde la expedición de York sólo ha 
pasado un año, y el capitán Williams y sus hombres llegaron aquí en el mes de 
agosto. Suponiendo que estén vivos, ¿hubieran podido construir un pueblo como 
éste y envejecerlo en tan poco tiempo, aun con la ayuda de una brillante raza 
marciana? Miren el pueblo; está ahí desde hace por lo menos setenta años. Miren 
la madera de ese porche; miren esos árboles, ¡todos centenarios! No, esto no es 
obra de York o Williams. Es otra cosa, y no me gusta. Y no saldré de la nave antes 
de aclararlo. 
-Además -dijo Lustig---, Williams y sus hombres, y también York, descendieron en 
el lado opuesto de Marte. Nosotros hemos tenido la precaución de descender en 
este lado. 
-Excelente argumento. Como es posible que una tribu marciana hostil haya 
matado a York y a Williams, nos ordenaron que descendiéramos en una región  35 
alejada, para evitar otro desastre. Estamos por lo tanto, o así parece, en un lugar 
que Williams y York no conocieron. 
-Maldita sea --dijo Hinkston-. Yo quiero ir al pueblo, capitán, con el permiso de 
usted. Es posible que en todos los planetas de nuestro sistema solar haya pautas 
similares de ideas, diagramas de civilización. ¡Quizás estemos en el umbral del 
descubrimiento psicológico y metafísico más importante de nuestra época! 
-Yo quisiera esperar un rato -dijo el capitán John Black. 
-Es posible, señor, que estemos en presencia de un fenómeno que demuestra por 
primera vez, y plenamente, la existencia de Dios, señor. 
-Muchos buenos creyentes no han necesitado esa prueba, señor Hinkston. 
-Yo soy uno de ellos, capitán. Pero es evidente que un pueblo como éste no 
puede existir sin intervención divina. ¡Esos detalles! No sé si reír o llorar. 
-No haga ni una cosa ni otra, por lo menos hasta saber con qué nos enfrentamos. 
-¿Con qué nos enfrentamos? -dijo Lustig---. Con nada, capitán. Es un pueblo 
agradable, verde y tranquilo, un poco anticuado como el pueblo donde nací. Me 
gusta el aspecto que tiene. 
-¿Cuándo nació usted, Lustig? 
-En mil novecientos cincuenta. 
-¿Y usted, Hinkston? 
-En mil novecientos cincuenta y cinco. En Grinnell, Iowa. Y este pueblo se parece 
al mío. 
-Hinkston, Lustig, yo podría ser el padre de cualquiera de ustedes. Tengo ochenta 
años cumplidos. Nací en mil novecientos veinte, en Illinois, y con la ayuda de Dios 
y de la ciencia, que en los últimos cincuenta años ha logrado rejuvenecer a los 
viejos, aquí estoy, en Marte, no más cansado que los demás, pero infinitamente 
más receloso. Este pueblo, quizá pacífico y acogedor, se parece tanto a Green 
Bluff, Illinois, que me espanta. Se parece demasiado a Green Bluff. -Y volviéndose 
hacia el radiotelegrafista, añadió-: Comuníquese con la Tierra. Dígales que hemos 
llegado. Nada más. Dígales que mañana enviaremos un informe completo. 
-Bien, capitán. 
El capitán acercó al ojo de buey una cara que tenía que haber sido la de un 
octogenario, pero que parecía la de un hombre de unos cuarenta años.

-Le diré lo que vamos a hacer, Lustig. Usted, Hinkston y yo daremos una vuelta 
por el pueblo. Los demás se quedan a bordo. Si Ocurre algo, se irán en seguida. 
Es mejor perder tres hombres que toda una nave. Si ocurre algo malo, nuestra 
tripulación puede avisar al próximo cohete. Creo que será el del capitán Wilder, 
que saldrá en la próxima Navidad. Si en Marte hay algo hostil queremos que el 
próximo cohete venga bien armado. 
-También lo estamos nosotros. Disponemos de un verdadero arsenal. 
-Entonces, dígale a los hombres que se queden al pie del cañón. Vamos, Lustig, 
Hinkston. 
Los tres hombres salieron juntos por las rampas de la nave.  
Era un hermoso día de primavera. Un petirrojo posado en un manzano en flor 
cantaba continuamente. Cuando el viento rozaba las ramas verdes, caía una lluvia 
de pétalos de nieve, y el aroma de los capullos flotaba en el aire. En alguna parte 
del pueblo alguien tocaba el piano, y la música iba y venía e iba, dulcemente, 
lánguidamente. La canción era Hermosa soñadora. En alguna otra parte, en un 
gramófono, chirriante y apagado, siseaba un disco de Vagando al anochecer, 
cantado por Harry Lauder. 
Los tres hombres estaban fuera del cohete, jadearon aspirando el aire enrarecido, 
y luego echaron a andar, lentamente, como para no fatigarse. 
Ahora el disco del gramófono cantaba: 
"Oh, dame una noche de junio, 
la luz de la luna y tú..." 
Lustig se echó a temblar. Samuel Hinkston hizo lo mismo. 
El cielo estaba sereno y tranquilo, y en alguna parte corría un arroyo, a la sombra 
de un barranco con árboles. En alguna parte trotó un caballo, y traqueteó una 
carreta. 
-Señor -dijo Samuel Hinkston-, tiene que ser, no puede ser de otro modo, ¡los 
viajes a Marte empezaron antes de la Primera Guerra Mundial! 
... 
-No. 
-¿De qué otro modo puede usted explicar esas casas, el ciervo de hierro, los 
pianos, la música? -Y Hinkston tomó persuasivamente de un codo al capitán y lo 
miró a los ojos-. Si usted admite que en mil novecientos cinco había gente que  37 
odiaba la guerra, y que uniéndose en secreto con algunos hombres de ciencia 
construyeron un cohete y vinieron a Marte... 
-No, no, Hinkston. 
-¿Por qué no? El mundo era muy distinto en mil novecientos cinco. Era fácil 
guardar un secreto. 
-Pero algo tan complicado como un cohete no, no se puede ocultar. 
-Y vinieron a vivir aquí, y naturalmente, las casas que construyeron fueron 
similares a las casas de la Tierra, pues junto con ellos trajeron la civilización 
terrestre. 
-¿Y han vivido aquí todos estos años? -preguntó el capitán. 
-En paz y tranquilidad, sí. Quizás hicieron unos pocos viajes, bastantes como para 
traer aquí a la gente de un pueblo pequeño, y luego no volvieron a viajar, pues no 
querían que los descubrieran. Por eso este pueblo parece tan anticuado. No veo 
aquí nada posterior a mil novecientos veintisiete, ¿no es cierto? -Es posible, 
también, que los viajes en cohete sean aún más antiguos de lo que pensamos. 
Quizá comenzaron hace siglos en alguna parte del mundo, y las pocas personas 
que vinieron a Marte y viajaron de vez en cuando a la Tierra supieron guardar el 
secreto. 
-Tal como usted lo dice, parece razonable. 
-Lo es. Tenemos la prueba ante nosotros; sólo nos falta encontrar a alguien y 
verificarlo. 
La hierba verde y espesa apagaba el sonido de las botas. En el aire había un olor 
a césped recién cortado. A pesar de sí mismo, el capitán John Black se sintió 
inundado por una gran paz. Durante los últimos treinta años no había estado 
nunca en un pueblo pequeño, y el zumbido de las abejas primaverales lo acunaba 
y tranquilizaba, y el aspecto fresco de las cosas era como un bálsamo para él. 
Los tres hombres entraron en el porche y fueron hacia la puerta de tela de 
alambre. Los pasos resonaron en las tablas del piso. En el interior de la casa se 
veía una araña de cristal, una cortina de abalorios que colgaba a la entrada del 
vestíbulo, y en una pared, sobre un cómodo sillón Morris, un cuadro de Maxfield 
Parrish. La casa olía a desván, a vieja, e infinitamente cómoda. Se alcanzaba a oír 
el tintineo de unos trozos de hielo en una jarra de limonada. Hacía mucho calor, y 
en la cocina distante alguien preparaba un almuerzo frío. Alguien tarareaba entre 
dientes, con una voz dulce y aguda. 
El capitán John Black hizo sonar la campanilla. 
   
...

El capítulo continua, os invito a seguir leyéndolo en el siguiente enlace. 

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