
Hoy, también día de invierno, quiero invitaros a hacer un viaje, un viaje mágico hacia las tierras marcianas, pero no sólo hacia ellas, sino también, hacia el corazón del ser humano, hacia el amor, los deseos y la muerte. Aquí os dejo "La tercera expedición" y espero honestamente que las disfrutéis tanto como yo y que me sigáis en este increíble viaje hacia Marte.
ABRIL DE 2000
La tercera expedición
La nave vino del espacio. Vino de las estrellas, y las velocidades negras, y los
movimientos brillantes, y los silenciosos abismos del espacio. Era una nave nueva,
con fuego en las entrañas y hombres en las celdas de metal, y se movía en un
silencio limpio, vehemente y cálido. Llevaba diecisiete hombres, incluyendo un
capitán. En la pista de Ohio la muchedumbre había gritado agitando las manos a
la luz del sol, y el cohete había florecido en ardientes capullos de color y había
escapado alejándose en el espacio ¡en el tercer viaje a Marte!
Ahora estaba desacelerando con una eficiencia metálica en las atmósferas
superiores de Marte. Era todavía hermoso y fuerte. Había avanzado como un 33
pálido leviatán marino por las aguas de medianoche del espacio; había dejado
atrás la luna antigua y se había precipitado al interior de una nada que seguía a
otra nada. Los hombres de la tripulación se habían golpeado, enfermado y curado,
alternadamente. Uno había muerto, pero los dieciséis sobrevivientes, con los ojos
claros y las caras apretadas contra las ventanas de gruesos vidrios, observaban
ahora cómo Marte oscilaba subiendo debajo de ellos.
-¡Marte! -exclamó el navegante Lustig.
-¡El viejo y simpático Marte! -dijo Samuel Hinkston, arqueólogo.
-Bien -dijo el capitán John Black.
El cohete se posó en un prado verde. Afuera, en el prado, había un ciervo de
hierro. Más allá, se alzaba una alta casa victoriana, silenciosa a la luz del sol, toda
cubierta de volutas y molduras rococó, con ventanas de vidrios coloreados: azules
y rosas y verdes y amarillos. En el porche crecían unos geranios, y una vieja
hamaca colgaba del techo y se balanceaba, hacia atrás, hacia delante, hacia
atrás, hacia delante, mecida por la brisa. La casa estaba coronada por una cúpula,
con ventanas de vidrios rectangulares y un techo de caperuza. Por la ventana se
podía ver una pieza de música titulada Hermoso Ohio, en un atril.
Alrededor del cohete y en las cuatro direcciones se extendía el pueblo, verde y
tranquilo bajo el cielo primaveral de Marte. Había casas blancas y de ladrillos
rojos, y álamos altos que se movían en el viento, y arces y castaños, todos altos.
En el campanario de la iglesia dormían unas campanas doradas.
Los hombres del cohete miraron fuera y vieron todo esto. Luego se miraron unos a
otros y miraron otra vez fuera, pálidos, tomándose de los codos, como si no
pudieran respirar.
-Demonios -dijo Lustig en voz baja, frotándose torpemente los ojos-. Demonios.
-No puede ser -dijo Samuel Hinkston.
Se oyó la voz del químico.
-Atmósfera enrarecida, señor, pero segura. Hay suficiente oxígeno.
-Entonces saldremos -dijo Lustig.
-Esperen -replicó el capitán John Black-. ¿Qué es esto en realidad?
-Es un pueblo, con aire enrarecido, pero respirable, señor.
-Y es un pueblo idéntico a los pueblos de la Tierra -dijo Hinkston el arqueólogo-.
-Increíble. No puede ser, pero es.
El capitán John Black lo miró inexpresivamente.
-¿Cree usted posible que las civilizaciones de dos planetas marchen y evolucionen
de la misma manera, Hinkston?
-Nunca lo hubiera pensado, capitán.
El capitán se acercó a la ventana.
-Miren. Geranios. Una planta de cultivo. Esa variedad específica se conoce en la
Tierra sólo desde hace cincuenta años. Piensen cómo evolucionan las plantas,
durante miles de años. Y luego díganme si es lógico que los marcianos tengan:
primero, ventanas con vidrios emplomados; segundo, cúpulas; tercero, columpios
en los porches; cuarto, un instrumento que parece un piano y que probablemente
es un piano; y quinto, si miran ustedes detenidamente por la lente telescópica, ¿es
lógico que un compositor marciano haya compuesto una pieza de música titulada,
aunque parezca mentira, Hermoso Ohio? ¡Esto querría decir que hay un río Ohio
en Marte!
-¡El capitán Williams, por supuesto! -exclamó Hinkston.
-¿Qué?
-El capitán Williams y su tripulación de tres hombres. O Nathaniel York y su
compañero. ¡Eso lo explicaría todo!
-Eso no explicaría nada. Según parece, el cohete de York estalló el día que llegó a
Marte, y York y su compañero murieron. En cuanto a Williams y sus tres hombres,
el cohete fue destruido al día siguiente de haber llegado. Al menos las pulsaciones
de los transmisores cesaron entonces. Si hubieran sobrevivido, se habrían
comunicado con nosotros. De todos modos, desde la expedición de York sólo ha
pasado un año, y el capitán Williams y sus hombres llegaron aquí en el mes de
agosto. Suponiendo que estén vivos, ¿hubieran podido construir un pueblo como
éste y envejecerlo en tan poco tiempo, aun con la ayuda de una brillante raza
marciana? Miren el pueblo; está ahí desde hace por lo menos setenta años. Miren
la madera de ese porche; miren esos árboles, ¡todos centenarios! No, esto no es
obra de York o Williams. Es otra cosa, y no me gusta. Y no saldré de la nave antes
de aclararlo.
-Además -dijo Lustig---, Williams y sus hombres, y también York, descendieron en
el lado opuesto de Marte. Nosotros hemos tenido la precaución de descender en
este lado.
-Excelente argumento. Como es posible que una tribu marciana hostil haya
matado a York y a Williams, nos ordenaron que descendiéramos en una región 35
alejada, para evitar otro desastre. Estamos por lo tanto, o así parece, en un lugar
que Williams y York no conocieron.
-Maldita sea --dijo Hinkston-. Yo quiero ir al pueblo, capitán, con el permiso de
usted. Es posible que en todos los planetas de nuestro sistema solar haya pautas
similares de ideas, diagramas de civilización. ¡Quizás estemos en el umbral del
descubrimiento psicológico y metafísico más importante de nuestra época!
-Yo quisiera esperar un rato -dijo el capitán John Black.
-Es posible, señor, que estemos en presencia de un fenómeno que demuestra por
primera vez, y plenamente, la existencia de Dios, señor.
-Muchos buenos creyentes no han necesitado esa prueba, señor Hinkston.
-Yo soy uno de ellos, capitán. Pero es evidente que un pueblo como éste no
puede existir sin intervención divina. ¡Esos detalles! No sé si reír o llorar.
-No haga ni una cosa ni otra, por lo menos hasta saber con qué nos enfrentamos.
-¿Con qué nos enfrentamos? -dijo Lustig---. Con nada, capitán. Es un pueblo
agradable, verde y tranquilo, un poco anticuado como el pueblo donde nací. Me
gusta el aspecto que tiene.
-¿Cuándo nació usted, Lustig?
-En mil novecientos cincuenta.
-¿Y usted, Hinkston?
-En mil novecientos cincuenta y cinco. En Grinnell, Iowa. Y este pueblo se parece
al mío.
-Hinkston, Lustig, yo podría ser el padre de cualquiera de ustedes. Tengo ochenta
años cumplidos. Nací en mil novecientos veinte, en Illinois, y con la ayuda de Dios
y de la ciencia, que en los últimos cincuenta años ha logrado rejuvenecer a los
viejos, aquí estoy, en Marte, no más cansado que los demás, pero infinitamente
más receloso. Este pueblo, quizá pacífico y acogedor, se parece tanto a Green
Bluff, Illinois, que me espanta. Se parece demasiado a Green Bluff. -Y volviéndose
hacia el radiotelegrafista, añadió-: Comuníquese con la Tierra. Dígales que hemos
llegado. Nada más. Dígales que mañana enviaremos un informe completo.
-Bien, capitán.
El capitán acercó al ojo de buey una cara que tenía que haber sido la de un
octogenario, pero que parecía la de un hombre de unos cuarenta años.
-Le diré lo que vamos a hacer, Lustig. Usted, Hinkston y yo daremos una vuelta
por el pueblo. Los demás se quedan a bordo. Si Ocurre algo, se irán en seguida.
Es mejor perder tres hombres que toda una nave. Si ocurre algo malo, nuestra
tripulación puede avisar al próximo cohete. Creo que será el del capitán Wilder,
que saldrá en la próxima Navidad. Si en Marte hay algo hostil queremos que el
próximo cohete venga bien armado.
-También lo estamos nosotros. Disponemos de un verdadero arsenal.
-Entonces, dígale a los hombres que se queden al pie del cañón. Vamos, Lustig,
Hinkston.
Los tres hombres salieron juntos por las rampas de la nave.
Era un hermoso día de primavera. Un petirrojo posado en un manzano en flor
cantaba continuamente. Cuando el viento rozaba las ramas verdes, caía una lluvia
de pétalos de nieve, y el aroma de los capullos flotaba en el aire. En alguna parte
del pueblo alguien tocaba el piano, y la música iba y venía e iba, dulcemente,
lánguidamente. La canción era Hermosa soñadora. En alguna otra parte, en un
gramófono, chirriante y apagado, siseaba un disco de Vagando al anochecer,
cantado por Harry Lauder.
Los tres hombres estaban fuera del cohete, jadearon aspirando el aire enrarecido,
y luego echaron a andar, lentamente, como para no fatigarse.
Ahora el disco del gramófono cantaba:
"Oh, dame una noche de junio,
la luz de la luna y tú..."
Lustig se echó a temblar. Samuel Hinkston hizo lo mismo.
El cielo estaba sereno y tranquilo, y en alguna parte corría un arroyo, a la sombra
de un barranco con árboles. En alguna parte trotó un caballo, y traqueteó una
carreta.
-Señor -dijo Samuel Hinkston-, tiene que ser, no puede ser de otro modo, ¡los
viajes a Marte empezaron antes de la Primera Guerra Mundial!
...
-No.
-¿De qué otro modo puede usted explicar esas casas, el ciervo de hierro, los
pianos, la música? -Y Hinkston tomó persuasivamente de un codo al capitán y lo
miró a los ojos-. Si usted admite que en mil novecientos cinco había gente que 37
odiaba la guerra, y que uniéndose en secreto con algunos hombres de ciencia
construyeron un cohete y vinieron a Marte...
-No, no, Hinkston.
-¿Por qué no? El mundo era muy distinto en mil novecientos cinco. Era fácil
guardar un secreto.
-Pero algo tan complicado como un cohete no, no se puede ocultar.
-Y vinieron a vivir aquí, y naturalmente, las casas que construyeron fueron
similares a las casas de la Tierra, pues junto con ellos trajeron la civilización
terrestre.
-¿Y han vivido aquí todos estos años? -preguntó el capitán.
-En paz y tranquilidad, sí. Quizás hicieron unos pocos viajes, bastantes como para
traer aquí a la gente de un pueblo pequeño, y luego no volvieron a viajar, pues no
querían que los descubrieran. Por eso este pueblo parece tan anticuado. No veo
aquí nada posterior a mil novecientos veintisiete, ¿no es cierto? -Es posible,
también, que los viajes en cohete sean aún más antiguos de lo que pensamos.
Quizá comenzaron hace siglos en alguna parte del mundo, y las pocas personas
que vinieron a Marte y viajaron de vez en cuando a la Tierra supieron guardar el
secreto.
-Tal como usted lo dice, parece razonable.
-Lo es. Tenemos la prueba ante nosotros; sólo nos falta encontrar a alguien y
verificarlo.
La hierba verde y espesa apagaba el sonido de las botas. En el aire había un olor
a césped recién cortado. A pesar de sí mismo, el capitán John Black se sintió
inundado por una gran paz. Durante los últimos treinta años no había estado
nunca en un pueblo pequeño, y el zumbido de las abejas primaverales lo acunaba
y tranquilizaba, y el aspecto fresco de las cosas era como un bálsamo para él.
Los tres hombres entraron en el porche y fueron hacia la puerta de tela de
alambre. Los pasos resonaron en las tablas del piso. En el interior de la casa se
veía una araña de cristal, una cortina de abalorios que colgaba a la entrada del
vestíbulo, y en una pared, sobre un cómodo sillón Morris, un cuadro de Maxfield
Parrish. La casa olía a desván, a vieja, e infinitamente cómoda. Se alcanzaba a oír
el tintineo de unos trozos de hielo en una jarra de limonada. Hacía mucho calor, y
en la cocina distante alguien preparaba un almuerzo frío. Alguien tarareaba entre
dientes, con una voz dulce y aguda.
El capitán John Black hizo sonar la campanilla.
...
El capítulo continua, os invito a seguir leyéndolo en el siguiente enlace.
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