Me precipité en el vagón de la linea uno en Sol con el libro de mi amiga debajo del brazo. Todavía me quedaba más de media hora hasta mi parada; así que, más por aburrimiento que por curiosidad, lo hojeé. Era una antología de Rimas de Bécquer. Lo cierto es que en mí el nombre del escritor producía una reacción semejante a la que puede provocarme el de Alex Ubago o Pablo Alborán. Bonito, muy bonito, pero demasiado almíbar. ¿Quién quiere leer si al hacerlo siente como si estuviera suspendido entre algodones de azúcar? Pero aún me quedaba más de media linea de metro hasta casa. Me recosté en el asiento y empecé a leer. Y ya no pude parar.
Los algodones de azúcar se habían diluido. No, los había destrozado a estocadas una cortante espada cuyo filo apenas llegaba en doloroso a las palabras que me entraban por los ojos y se alojaban en mi garganta. La aguja del reloj voló por la esfera, casi seguía el ritmo del deslizar de mis dedos sobre el papel. Las palabras del autor resonaban en mi cabeza, su dolor latía en mi pecho, su historia caminaba con la mía. Con la última página de aquella Antología, el verso fácil de Bécquer me obligó a desteñir el texto con una lágrima.
Estaba en casa.
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