lunes, 9 de diciembre de 2013

Diciembre.

Hoy quiero compartir con vosotros algo personal, el primer relato que presenté a un concurso literario, y, al mismo tiempo, el primer (y he de reconocer que último con algo de vergüenza) relato que, habiéndolo presentado, me premiaron. Espero que lo disfrutéis, y que recordéis, de esa manera en la que se recuerda a los olvidados, de la que se recuerda un día triste para poder apreciar los días alegres, lo que pasó en aquella triste tarde villalbina de diciembre de 2002.

Diciembre.



Villalba, 17 de diciembre de 2002. Es una tarde tranquila, otra más. Estoy en clase de pintura, y, como todas las tardes, han llegado las siete y mi profesor y vecino se dispone a llevarme a casa. Ya sólo quedamos en el colegio nosotros dos y las mujeres de la limpieza, que parecen hablar con monotonía de los quehaceres diarios. Pero no, espera.... algo nos llama la atención, cuentan que ha muerto un guardia civil en Villalba, le han disparado. Mi profesor, con tranquilidad, les pregunta qué pasa, mientras yo observo con la mirada intrépida e inocente de un niño de siete años, de la misma manera que alguien desde una isla desierta ve pasar un avión. Sí, esa es mi manera de ver la vida, me encantan las novedades. Las mujeres cuentan, preocupadas, que han asesinado al guardia cuando pedía la identificación a unos sospechosos. Yo no alcanzo a saber muy bien lo que está pasando, empiezo a estar cansado, sin embargo, el olor a detergente y a colegio vacío es realmente agradable. Mi profesor, aun sin perder ese aire tranquilo y bohemio tan característico en él, se apresura a llevarme a casa. Ya ha anochecido y hace frío. Yo me quedo en el coche mientras el profesor llama a la puerta y mi padre sale a recibirle. Mi madre no está, como ya es normal desde que, hace un mes, ambos se han separado. Mi padre, a pesar de ser descuidado y estar embebido en su trabajo, siempre se mantiene sereno y amable, pero ahora le noto extraño, con un gesto de preocupación en su cara. Me apresuro a entrar en casa y a pasar al salón, donde más calor hace. En el sofá están mis dos hermanos pequeños viendo ese vídeo de dibujos que tantas veces han disfrutado; se les ve tan contentos... Mi padre, sin embargo, no deja de dar vueltas, nervioso. De pronto, decide quitar el video, con la consecuente queja de mis hermanos. Pone el canal 1... Los niños se han callado, yo noto que me quedo blanco y me empieza a latir el corazón muy deprisa. Me he sentado en la escalera que utilizamos para alcanzar los libros más altos de la estantería, mi padre ha dejado de andar y ahora sólo mira fijamente la televisión: hay una bomba muy cerca de aquí, en la gasolinera que está próxima a nuestra casala situación no está demasiado clara, no se sabe muy bien lo que pasa. Los siguientes minutos probablemente son los más largos y a la vez los más rápidos de nuestras vidas, juntos, asustados, confusos. El tiempo pasa, pero mi corazón no deja de latir con fuerza, miro la pantalla, no entiendo bien qué está ocurriendo, sólo sé que tengo mucho miedo. De repente, un fogonazo de luz en la pantalla de nuestro viejo televisor. Me he caído del primer peldaño de la escalera en la que estaba sentado, ha temblado el suelo. Me incorporo aterrado, la casa sigue igual, sólo se han caído algunas cosas. Mis hermanos gritan, mientras lágrimas de pánico se deslizan por sus mejillas. Mi padre también llora, nos ha cogido a los tres en brazos con cierta dificultad, nos abraza con toda la fuerza que puede y  nos lleva al piso de arriba. Sin soltarnos, mira por la ventana, aún aterrorizado, para ver qué ha pasado. Yo no lloro, sólo callo, extrañado, pensativo, en una tranquila tarde de diciembre de 2002.    

Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde; desde las tres yo empezaría a ser dichoso.

Hace algunos años mi profesora de Filosofía nos dio a escoger entre tres libros como lectura obligatoria: La vida sale al encuentro, Un mundo feliz y El Principito. Bastó una mirada superficial a los volúmenes para que casi toda la clase se lanzara a por el más corto: la obra de Antoine de Saint-Exupéry. Pobres ilusos. Aquellos que habían apostado por la lectura más infantil y rápida, se encontraron mirando el libro desde todos los ángulos posibles para intentar captar el sentido. Y no era tarea fácil.
He leído y escuchado múltiples interpretaciones de este libro. Hay quien dice que el autor reflejó en el aviador su alter ego. También he oído comentar que el Principito no es más que el niño interior de Saint-Exupéry, que al final de la historia lo abandona puesto que tiene que dar paso a la madurez. Y por supuesto, entre mis compañeros de clase no faltaron comentarios sobre la posible verdadera vocación del francés: el cultivo de marihuana.
Personalmente, cada vez que lo he leído, he decidido abrir al máximo la mente. Llamadme ilusa, pero prefiero creer que cada palabra encierra una hermosa metáfora. Prefiero ver en los personajes de la historia una crítica mordaz a la sociedad. Sin ir muy lejos, el principio del libro simboliza para mí el desengaño y la frustración que siente el protagonista al encontrarse con un mundo muy poco afín a su interior. El viaje por cada uno de los planetas, son los prototipos sociales satirizados.
Tal vez la cruda realidad sea que el autor, en sus viajes, necesitaba llenar los espacios sin entretenimiento de su agenda y escribió todo lo que se le pasaba por la cabeza. Tal vez solo buscara el interés de los niños. Pero, fuera o no su intención, en el libro que os presento yo encontré un análisis descarado de los pesares que encierra el mundo que hemos creado, así como de las alegrías que lo iluminan.
De este modo, Antoine de Saint-Exupéry nos conduce mediante un cuento infantil a una moraleja que los infantes no pueden siquiera imaginar.

Stupeur et Tremblements

Es un libro escrito por Amélie Nothomb en el que cuenta la historia que vivió cuando tenía 22 años.
Esta chica es contratada para trabajar en Japón como traductora. Emprende su nuevo viaje con gran ilusión, ya que es el país en el que ha pasado su infancia y del que tan buenos recuerdos conserva.

Pero cuando llega todos sus sueños se frustran, se encuentra de frente con una cultura muy diferente en la que la discriminan por ser occidental y aún más por ser mujer.
Por eso sus labores en la empresa se limitan a servir cafés y modificar los calendarios.
Cuando por fin le ordenan una tarea importante, su superior, al verse amenazado por su competencia la destituye, comenzando una situación de acoso laboral para la protagonista.
Desde entonces pasa por varios puestos diferentes que no tienen nada que ver con sus estudios, por eso nunca consigue llevar a cabo con éxito ninguna de las tareas que le encomiendan.
Finalmente acaba trabajando como señora de la limpieza, aún así, y tras pasar por muchas humillaciones Amélie trata de hacer su trabajo lo mejor posible y de ayudar a sus compañeros siempre que puede. 

Es una chica soñadora y fuerte, que nunca pierde la esperanza y no quiere dimitir, trata en todo momento de adaptarse a la cultura aguantando las duras condiciones de vida a las que se ve sometida hasta que su contrato vence y por fin abandona el país.


Este libro resulta muy interesante porque permite conocer la cultura de otro país, Japón, muy diferente a la nuestra. Se centra sobre todo en la situación laboral describiendo a la perfección el funcionamiento de la empresa, y en el papel de la mujer en la sociedad, que queda relegado a un segundo plano, su labor se debe llevar a cabo en el hogar, y de no ser así nunca podrá tener un puesto de relevancia en el mundo empresarial. 

domingo, 8 de diciembre de 2013

La Feria del Libro de Madrid: la reunión de lectores por excelencia.

Aunque podemos comprar un libro en cualquier papelería o librería,  no hay nada como pasear por el Retiro  cuando la Feria del Libro llega a Madrid.

Desde su primera edición celebrada del 23 al 29 de abril de 1933 en el Paseo de Recoletos,  la Feria ha contado con numerosas alteraciones.  Tanto su ubicación y su fecha decidieron cambiarse en 1944: una vez al año entre  los meses mayo y junio en el Retiro. Además, ha pasado de ser organizada por humildes libreros a estar formada por más de 300 casetas de grandes complejos como la Fnac o La Casa del Libro.


La edad no es importante para asistir a este evento. La Feria del Libro cuenta con numerosas actividades y firmas de escritores  para todos los públicos. Así lo demuestran las firmas que tuvieron lugar en la pasada edición del 31 de mayo al 16 de junio de 2013. Entre ellas podemos mencionar la de Gerónimo Stilton para los pequeños de la casa; Blue Jeans y Laura Gallego para el público juvenil;  y Megan Maxwell para los adultos.



Camino de su septuagésima tercera edición para el verano de 2014, la Feria del libro de Madrid es sin lugar a dudas la reunión de lectores por excelencia. Puedes consultar los escritores que formaran parte del evento el próximo año en: http://www.ferialibromadrid.com/firmas.cfm




Marcas blancas

La sociedad de masas y el consumismo actual nos está llevando a una situación grave para la cultura en general, pero especialmente para la literatura, en la que se está perdiendo la calidad al crearse solo obras centradas en el mero consumo.

Esta es una situación que explica muy bien Juan José Millás en su texto “Marcas Blancas”.
En el resto de las obras artísticas, como pueden ser el cine o la música, se conservan aún autores que se niegan a subirse al carro del consumo de masas y proponen alternativas, creando obras bajo el sello “de autor”.
Pero esto no ocurre con la literatura que se está dejando llevar por los gustos masificados de la sociedad; ya no se compra buena literatura, sino que los libros que se adquieren son los que están de moda, los que compra el resto de la gente, olvidándose casi todo el mundo de los buenos escritores de verdad.

Para explicar esto, el autor del ensayo hace una metáfora de la situación actual, comparándola con una pescadería. Para él los boquerones serían la masa indiferenciada, la literatura masificada, mientras que las lubinas y los rapes corresponderían a los libros de autor, los verdaderamente buenos. Explica que finalmente, todos llevados por la rutina, acabamos comprando boquerones, sin fijarnos en lo realmente bueno.
Es una fuerte crítica a la sociedad de masas, y a como ésta va a acabar con la cultura y sobre todo con la literatura si no se hace nada para cambiarlo.


Por eso nosotros, los consumidores, debemos darnos cuenta de que tenemos que modificar nuestro comportamiento, y replantearnos lo que vamos a leer. Debemos interesarnos más por los buenos autores y escritores ya que si no van a desaparecer, siendo nosotros una simple masa sin criterio que resulta controlada fácilmente.

Enlace del artículo de Juan José Millás:

Que los árboles no te impidan ver el bosque

Me precipité en el vagón de la linea uno en Sol con el libro de mi amiga debajo del brazo. Todavía me quedaba más de media hora hasta mi parada; así que, más por aburrimiento que por curiosidad, lo hojeé. Era una antología de Rimas de Bécquer. Lo cierto es que en mí el nombre del escritor producía una reacción semejante a la que puede provocarme el de Alex Ubago o Pablo Alborán. Bonito, muy bonito, pero demasiado almíbar. ¿Quién quiere leer si al hacerlo siente como si estuviera suspendido entre algodones de azúcar? Pero aún me quedaba más de media linea de metro hasta casa. Me recosté en el asiento y empecé a leer. Y ya no pude parar. 
Los algodones de azúcar se habían diluido. No, los había destrozado a estocadas una cortante espada cuyo filo apenas llegaba en doloroso a las palabras que me entraban por los ojos y se alojaban en mi garganta. La aguja del reloj voló por la esfera, casi seguía el ritmo del deslizar de mis dedos sobre el papel. Las palabras del autor resonaban en mi cabeza, su dolor latía en mi pecho, su historia caminaba con la mía. Con la última página de aquella Antología, el verso fácil de Bécquer me obligó a desteñir el texto con una lágrima.
Estaba en casa.


Del papel a la gran pantalla: ¿éxito o fracaso?

Los directores de cine andan escasos de imaginación.  Así puede demostrarse con los numerosos best-sellers que estos últimos años han pasado del papel a la gran pantalla. Pero, ¿garantiza el éxito de un libro su fama en el cine?

Son numerosas las sagas que este último año han conseguido un profundo rechazo entre los amantes del cine juvenil. Es este el caso de películas como The Host o Hermosas Criaturas, con una recaudación de 19’5 millones y 26’6 millones de dólares respectivamente. Pero el ejemplo de fracaso cinematográfico más señalado del año 2013 es sin duda la película Cazadores de Sombras: Ciudad de Hueso.

La famosa saga de Cassandra Clare  que vio la luz en las librerías estadounidenses en marzo de 2007, obtuvo  el octavo puesto de superventas en el New York times solo un mes después de su publicación. Es por ello que Sony Pictures apostó por el salto de esta saga a la gran pantalla, financiando la película con un presupuesto de 60 millones de dólares. Pero los resultados no fueron los esperados cuando tras su estreno el 23 de agosto en Estados Unidos (una semana después, el 30 de agosto, en España) recaudaron sólo 50 millones de dólares.

Estas cifras no extrañaron a los lectores de la saga, que declaraban en las redes sociales su decepción tras ver el filme. Entre las causas de la mala adaptación que resultó ser la película de Harald Zwart, podemos señalar el cambio drástico del final así como la inclusión de partes de otros libros de la saga. Tampoco podemos olvidar que los actores principales de la película, Lilly Collins y Jamie Campbell Bower, no eran del gusto de las fans desde el principio del rodaje, especialmente este último.

No obstante, a pesar del batacazo que resultó ser Ciudad de Hueso, se prevé una secuela para el próximo año del segundo libro, Cazadores de Sombras: Ciudad de Ceniza.  


sábado, 7 de diciembre de 2013

El día que llegamos a Marte

Hace ya más de dos años, un frío viernes de invierno, me hallaba en mi clase de Literatura, esperando, ansioso, a que llegaran las dos de la tarde, aquella hora mágica que anunciaba que el fin de semana iba a comenzar, cuando, mi profesor, una gran persona y mejor amigo que me ha ido acompañando a lo largo de los años, me propuso, sin darme yo cuenta, emprender un viaje. Recuerdo estar sentado en la esquina superior derecha de la clase, adormilado, cansado y sí, algo aburrido, cuando él sacó unas fotocopias de su vieja cartera de cuero marrón que siempre llevaba consigo. Nos dio una a cada alumno y nos invitó a leer el título, "La tercera expedición". Aquella fotocopia contenía un capítulo de una de las obras más bellas que jamás he leído, "Crónicas Marcianas" de Ray Bradbury. Una vez devoré aquel capítulo, me fue imposible aguantar mucho más de una semana sin adquirir una copia en papel de aquel mágico libro que un día sedujo a Borges.
Hoy, también día de invierno, quiero invitaros a hacer un viaje, un viaje mágico hacia las tierras marcianas, pero no sólo hacia ellas, sino también, hacia el corazón del ser humano, hacia el amor, los deseos y la muerte. Aquí os dejo "La tercera expedición" y espero honestamente que las disfrutéis tanto como yo y que me sigáis en este increíble viaje hacia Marte. 

ABRIL DE 2000 
La tercera expedición 
La nave vino del espacio. Vino de las estrellas, y las velocidades negras, y los 
movimientos brillantes, y los silenciosos abismos del espacio. Era una nave nueva, 
con fuego en las entrañas y hombres en las celdas de metal, y se movía en un 
silencio limpio, vehemente y cálido. Llevaba diecisiete hombres, incluyendo un 
capitán. En la pista de Ohio la muchedumbre había gritado agitando las manos a 
la luz del sol, y el cohete había florecido en ardientes capullos de color y había 
escapado alejándose en el espacio ¡en el tercer viaje a Marte! 
Ahora estaba desacelerando con una eficiencia metálica en las atmósferas 
superiores de Marte. Era todavía hermoso y fuerte. Había avanzado como un  33 
pálido leviatán marino por las aguas de medianoche del espacio; había dejado 
atrás la luna antigua y se había precipitado al interior de una nada que seguía a 
otra nada. Los hombres de la tripulación se habían golpeado, enfermado y curado, 
alternadamente. Uno había muerto, pero los dieciséis sobrevivientes, con los ojos 
claros y las caras apretadas contra las ventanas de gruesos vidrios, observaban 
ahora cómo Marte oscilaba subiendo debajo de ellos. 
-¡Marte! -exclamó el navegante Lustig. 
-¡El viejo y simpático Marte! -dijo Samuel Hinkston, arqueólogo. 
-Bien -dijo el capitán John Black. 
El cohete se posó en un prado verde. Afuera, en el prado, había un ciervo de 
hierro. Más allá, se alzaba una alta casa victoriana, silenciosa a la luz del sol, toda 
cubierta de volutas y molduras rococó, con ventanas de vidrios coloreados: azules 
y rosas y verdes y amarillos. En el porche crecían unos geranios, y una vieja 
hamaca colgaba del techo y se balanceaba, hacia atrás, hacia delante, hacia 
atrás, hacia delante, mecida por la brisa. La casa estaba coronada por una cúpula, 
con ventanas de vidrios rectangulares y un techo de caperuza. Por la ventana se 
podía ver una pieza de música titulada Hermoso Ohio, en un atril. 
Alrededor del cohete y en las cuatro direcciones se extendía el pueblo, verde y 
tranquilo bajo el cielo primaveral de Marte. Había casas blancas y de ladrillos 
rojos, y álamos altos que se movían en el viento, y arces y castaños, todos altos. 
En el campanario de la iglesia dormían unas campanas doradas. 
Los hombres del cohete miraron fuera y vieron todo esto. Luego se miraron unos a 
otros y miraron otra vez fuera, pálidos, tomándose de los codos, como si no 
pudieran respirar. 
-Demonios -dijo Lustig en voz baja, frotándose torpemente los ojos-. Demonios. 
-No puede ser -dijo Samuel Hinkston. 
Se oyó la voz del químico. 
-Atmósfera enrarecida, señor, pero segura. Hay suficiente oxígeno. 
-Entonces saldremos -dijo Lustig. 
-Esperen -replicó el capitán John Black-. ¿Qué es esto en realidad? 
-Es un pueblo, con aire enrarecido, pero respirable, señor. 
-Y es un pueblo idéntico a los pueblos de la Tierra -dijo Hinkston el arqueólogo-. 
-Increíble. No puede ser, pero es.  
El capitán John Black lo miró inexpresivamente. 
-¿Cree usted posible que las civilizaciones de dos planetas marchen y evolucionen 
de la misma manera, Hinkston? 
-Nunca lo hubiera pensado, capitán. 
El capitán se acercó a la ventana. 
-Miren. Geranios. Una planta de cultivo. Esa variedad específica se conoce en la 
Tierra sólo desde hace cincuenta años. Piensen cómo evolucionan las plantas, 
durante miles de años. Y luego díganme si es lógico que los marcianos tengan: 
primero, ventanas con vidrios emplomados; segundo, cúpulas; tercero, columpios 
en los porches; cuarto, un instrumento que parece un piano y que probablemente 
es un piano; y quinto, si miran ustedes detenidamente por la lente telescópica, ¿es 
lógico que un compositor marciano haya compuesto una pieza de música titulada, 
aunque parezca mentira, Hermoso Ohio? ¡Esto querría decir que hay un río Ohio 
en Marte! 
-¡El capitán Williams, por supuesto! -exclamó Hinkston. 
-¿Qué? 
-El capitán Williams y su tripulación de tres hombres. O Nathaniel York y su 
compañero. ¡Eso lo explicaría todo! 
-Eso no explicaría nada. Según parece, el cohete de York estalló el día que llegó a 
Marte, y York y su compañero murieron. En cuanto a Williams y sus tres hombres, 
el cohete fue destruido al día siguiente de haber llegado. Al menos las pulsaciones 
de los transmisores cesaron entonces. Si hubieran sobrevivido, se habrían 
comunicado con nosotros. De todos modos, desde la expedición de York sólo ha 
pasado un año, y el capitán Williams y sus hombres llegaron aquí en el mes de 
agosto. Suponiendo que estén vivos, ¿hubieran podido construir un pueblo como 
éste y envejecerlo en tan poco tiempo, aun con la ayuda de una brillante raza 
marciana? Miren el pueblo; está ahí desde hace por lo menos setenta años. Miren 
la madera de ese porche; miren esos árboles, ¡todos centenarios! No, esto no es 
obra de York o Williams. Es otra cosa, y no me gusta. Y no saldré de la nave antes 
de aclararlo. 
-Además -dijo Lustig---, Williams y sus hombres, y también York, descendieron en 
el lado opuesto de Marte. Nosotros hemos tenido la precaución de descender en 
este lado. 
-Excelente argumento. Como es posible que una tribu marciana hostil haya 
matado a York y a Williams, nos ordenaron que descendiéramos en una región  35 
alejada, para evitar otro desastre. Estamos por lo tanto, o así parece, en un lugar 
que Williams y York no conocieron. 
-Maldita sea --dijo Hinkston-. Yo quiero ir al pueblo, capitán, con el permiso de 
usted. Es posible que en todos los planetas de nuestro sistema solar haya pautas 
similares de ideas, diagramas de civilización. ¡Quizás estemos en el umbral del 
descubrimiento psicológico y metafísico más importante de nuestra época! 
-Yo quisiera esperar un rato -dijo el capitán John Black. 
-Es posible, señor, que estemos en presencia de un fenómeno que demuestra por 
primera vez, y plenamente, la existencia de Dios, señor. 
-Muchos buenos creyentes no han necesitado esa prueba, señor Hinkston. 
-Yo soy uno de ellos, capitán. Pero es evidente que un pueblo como éste no 
puede existir sin intervención divina. ¡Esos detalles! No sé si reír o llorar. 
-No haga ni una cosa ni otra, por lo menos hasta saber con qué nos enfrentamos. 
-¿Con qué nos enfrentamos? -dijo Lustig---. Con nada, capitán. Es un pueblo 
agradable, verde y tranquilo, un poco anticuado como el pueblo donde nací. Me 
gusta el aspecto que tiene. 
-¿Cuándo nació usted, Lustig? 
-En mil novecientos cincuenta. 
-¿Y usted, Hinkston? 
-En mil novecientos cincuenta y cinco. En Grinnell, Iowa. Y este pueblo se parece 
al mío. 
-Hinkston, Lustig, yo podría ser el padre de cualquiera de ustedes. Tengo ochenta 
años cumplidos. Nací en mil novecientos veinte, en Illinois, y con la ayuda de Dios 
y de la ciencia, que en los últimos cincuenta años ha logrado rejuvenecer a los 
viejos, aquí estoy, en Marte, no más cansado que los demás, pero infinitamente 
más receloso. Este pueblo, quizá pacífico y acogedor, se parece tanto a Green 
Bluff, Illinois, que me espanta. Se parece demasiado a Green Bluff. -Y volviéndose 
hacia el radiotelegrafista, añadió-: Comuníquese con la Tierra. Dígales que hemos 
llegado. Nada más. Dígales que mañana enviaremos un informe completo. 
-Bien, capitán. 
El capitán acercó al ojo de buey una cara que tenía que haber sido la de un 
octogenario, pero que parecía la de un hombre de unos cuarenta años.

-Le diré lo que vamos a hacer, Lustig. Usted, Hinkston y yo daremos una vuelta 
por el pueblo. Los demás se quedan a bordo. Si Ocurre algo, se irán en seguida. 
Es mejor perder tres hombres que toda una nave. Si ocurre algo malo, nuestra 
tripulación puede avisar al próximo cohete. Creo que será el del capitán Wilder, 
que saldrá en la próxima Navidad. Si en Marte hay algo hostil queremos que el 
próximo cohete venga bien armado. 
-También lo estamos nosotros. Disponemos de un verdadero arsenal. 
-Entonces, dígale a los hombres que se queden al pie del cañón. Vamos, Lustig, 
Hinkston. 
Los tres hombres salieron juntos por las rampas de la nave.  
Era un hermoso día de primavera. Un petirrojo posado en un manzano en flor 
cantaba continuamente. Cuando el viento rozaba las ramas verdes, caía una lluvia 
de pétalos de nieve, y el aroma de los capullos flotaba en el aire. En alguna parte 
del pueblo alguien tocaba el piano, y la música iba y venía e iba, dulcemente, 
lánguidamente. La canción era Hermosa soñadora. En alguna otra parte, en un 
gramófono, chirriante y apagado, siseaba un disco de Vagando al anochecer, 
cantado por Harry Lauder. 
Los tres hombres estaban fuera del cohete, jadearon aspirando el aire enrarecido, 
y luego echaron a andar, lentamente, como para no fatigarse. 
Ahora el disco del gramófono cantaba: 
"Oh, dame una noche de junio, 
la luz de la luna y tú..." 
Lustig se echó a temblar. Samuel Hinkston hizo lo mismo. 
El cielo estaba sereno y tranquilo, y en alguna parte corría un arroyo, a la sombra 
de un barranco con árboles. En alguna parte trotó un caballo, y traqueteó una 
carreta. 
-Señor -dijo Samuel Hinkston-, tiene que ser, no puede ser de otro modo, ¡los 
viajes a Marte empezaron antes de la Primera Guerra Mundial! 
... 
-No. 
-¿De qué otro modo puede usted explicar esas casas, el ciervo de hierro, los 
pianos, la música? -Y Hinkston tomó persuasivamente de un codo al capitán y lo 
miró a los ojos-. Si usted admite que en mil novecientos cinco había gente que  37 
odiaba la guerra, y que uniéndose en secreto con algunos hombres de ciencia 
construyeron un cohete y vinieron a Marte... 
-No, no, Hinkston. 
-¿Por qué no? El mundo era muy distinto en mil novecientos cinco. Era fácil 
guardar un secreto. 
-Pero algo tan complicado como un cohete no, no se puede ocultar. 
-Y vinieron a vivir aquí, y naturalmente, las casas que construyeron fueron 
similares a las casas de la Tierra, pues junto con ellos trajeron la civilización 
terrestre. 
-¿Y han vivido aquí todos estos años? -preguntó el capitán. 
-En paz y tranquilidad, sí. Quizás hicieron unos pocos viajes, bastantes como para 
traer aquí a la gente de un pueblo pequeño, y luego no volvieron a viajar, pues no 
querían que los descubrieran. Por eso este pueblo parece tan anticuado. No veo 
aquí nada posterior a mil novecientos veintisiete, ¿no es cierto? -Es posible, 
también, que los viajes en cohete sean aún más antiguos de lo que pensamos. 
Quizá comenzaron hace siglos en alguna parte del mundo, y las pocas personas 
que vinieron a Marte y viajaron de vez en cuando a la Tierra supieron guardar el 
secreto. 
-Tal como usted lo dice, parece razonable. 
-Lo es. Tenemos la prueba ante nosotros; sólo nos falta encontrar a alguien y 
verificarlo. 
La hierba verde y espesa apagaba el sonido de las botas. En el aire había un olor 
a césped recién cortado. A pesar de sí mismo, el capitán John Black se sintió 
inundado por una gran paz. Durante los últimos treinta años no había estado 
nunca en un pueblo pequeño, y el zumbido de las abejas primaverales lo acunaba 
y tranquilizaba, y el aspecto fresco de las cosas era como un bálsamo para él. 
Los tres hombres entraron en el porche y fueron hacia la puerta de tela de 
alambre. Los pasos resonaron en las tablas del piso. En el interior de la casa se 
veía una araña de cristal, una cortina de abalorios que colgaba a la entrada del 
vestíbulo, y en una pared, sobre un cómodo sillón Morris, un cuadro de Maxfield 
Parrish. La casa olía a desván, a vieja, e infinitamente cómoda. Se alcanzaba a oír 
el tintineo de unos trozos de hielo en una jarra de limonada. Hacía mucho calor, y 
en la cocina distante alguien preparaba un almuerzo frío. Alguien tarareaba entre 
dientes, con una voz dulce y aguda. 
El capitán John Black hizo sonar la campanilla. 
   
...

El capítulo continua, os invito a seguir leyéndolo en el siguiente enlace.