Diciembre.
Villalba, 17 de diciembre de 2002. Es una tarde tranquila, otra más. Estoy en clase de pintura, y, como todas las tardes, han llegado las siete y mi profesor y vecino se dispone a llevarme a casa. Ya sólo quedamos en el colegio nosotros dos y las mujeres de la limpieza, que parecen hablar con monotonía de los quehaceres diarios. Pero no, espera.... algo nos llama la atención, cuentan que ha muerto un guardia civil en Villalba, le han disparado. Mi profesor, con tranquilidad, les pregunta qué pasa, mientras yo observo con la mirada intrépida e inocente de un niño de siete años, de la misma manera que alguien desde una isla desierta ve pasar un avión. Sí, esa es mi manera de ver la vida, me encantan las novedades. Las mujeres cuentan, preocupadas, que han asesinado al guardia cuando pedía la identificación a unos sospechosos. Yo no alcanzo a saber muy bien lo que está pasando, empiezo a estar cansado, sin embargo, el olor a detergente y a colegio vacío es realmente agradable. Mi profesor, aun sin perder ese aire tranquilo y bohemio tan característico en él, se apresura a llevarme a casa. Ya ha anochecido y hace frío. Yo me quedo en el coche mientras el profesor llama a la puerta y mi padre sale a recibirle. Mi madre no está, como ya es normal desde que, hace un mes, ambos se han separado. Mi padre, a pesar de ser descuidado y estar embebido en su trabajo, siempre se mantiene sereno y amable, pero ahora le noto extraño, con un gesto de preocupación en su cara. Me apresuro a entrar en casa y a pasar al salón, donde más calor hace. En el sofá están mis dos hermanos pequeños viendo ese vídeo de dibujos que tantas veces han disfrutado; se les ve tan contentos... Mi padre, sin embargo, no deja de dar vueltas, nervioso. De pronto, decide quitar el video, con la consecuente queja de mis hermanos. Pone el canal 1... Los niños se han callado, yo noto que me quedo blanco y me empieza a latir el corazón muy deprisa. Me he sentado en la escalera que utilizamos para alcanzar los libros más altos de la estantería, mi padre ha dejado de andar y ahora sólo mira fijamente la televisión: hay una bomba muy cerca de aquí, en la gasolinera que está próxima a nuestra casa, la situación no está demasiado clara, no se sabe muy bien lo que pasa. Los siguientes minutos probablemente son los más largos y a la vez los más rápidos de nuestras vidas, juntos, asustados, confusos. El tiempo pasa, pero mi corazón no deja de latir con fuerza, miro la pantalla, no entiendo bien qué está ocurriendo, sólo sé que tengo mucho miedo. De repente, un fogonazo de luz en la pantalla de nuestro viejo televisor. Me he caído del primer peldaño de la escalera en la que estaba sentado, ha temblado el suelo. Me incorporo aterrado, la casa sigue igual, sólo se han caído algunas cosas. Mis hermanos gritan, mientras lágrimas de pánico se deslizan por sus mejillas. Mi padre también llora, nos ha cogido a los tres en brazos con cierta dificultad, nos abraza con toda la fuerza que puede y nos lleva al piso de arriba. Sin soltarnos, mira por la ventana, aún aterrorizado, para ver qué ha pasado. Yo no lloro, sólo callo, extrañado, pensativo, en una tranquila tarde de diciembre de 2002.